
Sentí la sangre del mundo pulsar y detenerse en el ancla de tu brazo en mi cintura, en la devoción de mi espalda en tu pecho, en la inclinación de mis caderas colmadas de tu vaivén. Sostuviste entonces mi universo gimiente y trémulo en tu vientre, indagante en la cavidad de tu boca.
Todas las palabras sin voz se fueron vaciando, una a una, desde mis ojos a los tuyos, iluminando las horas de la noche. Solo el movimiento sugerido de los cuerpos marcó las pautas de los deseos. Gotas de lascivia pergeñaron cada hueco de mi cuerpo, para amoldar tus acomodos de hombre. Fui una virgen húmeda por dentro y fuera, ungida y comulgada por la blancura de tu semen.
El placer corrió por el rostro y las lágrimas me supieron dulces: qué niña, qué pequeña, qué princesa puede ser una mujer, entre los brazos de un hombre.
Issa Martínez